Adiós, Loo

loo

Sergio Loo murió ayer en la madrugada. Tenía mi edad. Lo entrevisté hace unos meses para mi último reportaje en Km.cero. Me pareció encantador y brillante. Le envidié lo prolífico, la prosa desenfada y cándida, los versos puntiagudos.

Su cuento, «Nos siguen matando» me gusta tanto que se lo he leído a todo el que se deja. Aquí va. Léanlo en voz alta, a Sergio le gustaría eso.

Nos siguen matando

Volvieron a pegar fotocopias en los urinarios y nosotros volvimos a rayarlas con  nuestros nombres. Impresas, recomendaciones por si ligas en el antro: usa condón siempre, presenta a tu ligue de la noche a un conocido, avisa dónde estarán. Y nosotros, es que no entendemos, de verdad que pensamos con el culo, volvemos a escribir nuestros mails y teléfonos en ellas, con nuestros nombres, con especificaciones: “te la chupo”, “la tengo grande”, “aguantador”, “para bondage y tríos”. Nos están matando. No es broma y lo peor: nos gusta caer como gorrioncitos heridos, con los pantalones ajustados y la mirada brillante, fría; los ojos, esferas de espejos de una discoteca abandonada. La semana pasada, por ejemplo, apareció en el periódico otro homicidio. Alguien ligó, dicen que aquí en el Vaquero pero otros dicen que en plena calle de Cuba, frente a la patrulla que anda rondando o el puesto de hotdogs, y fue encontrado muerto a unas cuadras, hacia Garibaldi, apuñalado. Horrible. Otros dicen que en el Marra, que la víctima fue uno de esos estudiantes de la ENAP que se creen muy alternativos porque toman curado de guayaba en La Risa, en Mesones, y luego se pasan a bailar electrocumbia al Marra o a La Purisima o a las Bellas Hartas. Que era un artista visual del power point. Que yo me acosté con él. Mentira: era escultor, rentaba un cuartito en un edificio viejo de Republica de Brasil donde apenas cabían sus esculturas, puros pitos; un horno de microondas y un colchón. Era un artista del colchón. No recuerdo cómo se llamaba pero sí que tenía muy buena mota. Buenísima. Dicen que salió en el periódico la semana pasada. Sus cinco minutos de fama. Fotos de su mejor y último performance, pese al exceso de sangre: innegable la influencia de Teresa Margules. Pero qué buena mota tenía. Hubiera andado con él por su mota y lo que sabía hacer con esa lengua. Dicen que el que se lo llevó esa noche, el asesino, es el que está allá, el que tiene una indio en la mano, el de barbita. Pero no lo creo. Cero que el de barbita es el ex de un ex de un amigo. Bueno, no un amigo sino que me acosté con él durante una temporada. Y es inofensivo y tan aburrido que lo sospechamos heterosexual. Porque nosotros no somos así. Nosotros tenemos un sexto sentido para meternos en problemas, acostarnos con el hijo del diputado más homofóbico y matón, o de perdida ligarnos al cieguito del metro. También creo que están confundiendo a la víctima, que no es el artista de la lengua y el power point, sino otro, cualquiera, como el del mes pasado. Que a ese lo sacaron del Oasis, botas vaqueras verde pistache, pantalones de mezclilla azul deslavado, ajustadísimo para que se le vea el paquete, y camisa a cuadros: vaquerito. El sombrero lo perdió bailando con un travesti alto y fuerte como su propio rencor. Pero a ese ya lo olvidaron, es chisme viejo. O no. O hace falta que maten a tres seguidos para que peguen de nuevo las fotocopias sobre cómo cuidarnos que nadie lee. Porque, nos recuerdan: el VIH asecha, porque la discriminación asecha, porque hay asesinos que vienen aquí, a República de Cuba, por nosotros, venaditos pendejos que nos vamos con cualquiera. Y qué le vamos a hacer. Nos hablan bonito al oído o nos agarran por abajo, dos sonrisas chuecas, una cerveza, indio o laguer, y luego nos cortan el cuello. El mataputos era cliente del 33 y del Oasis, y ni quién se diera cuenta. Y nosotros, sólo pensamos en bailar sobre la barra, en encuerarnos en la barra y ganar una cubeta de chelas, cortesía del barman; en ligarnos al barman nalgoncito. En sacarnos una foto con el barman nalgoncito y postearla en el face. Pero antes no era así. Antes, dicen los clientes más viejos del Vaquero, los que son parte ya del inmobiliario, así de derruidos, que no, no era así. Antes no existía el crimen por homofobia. Ni los bares estaban así de expuestos. El Butter, por ejemplo, el que está sobre Lázaro Cárdenas y Salto del Agua, estaba todo pintado de gris y sólo había una mariposa de madera en el timbre. Tocabas el timbre y te dejaban pasar. No a cualquiera. Checaban antes si sí eras de ambiente. Se decía ambiente y no gay. Lo revisaban en la mirada, se te hacen los ojos profundos y dulces, como entre animal herido y Elizabeth Taylor. Y eso rapidito, no había gente en la calle pavoneándose, diciéndose manita esto y manito lo otro. Entrabas rapidito para que nadie te viera. Te maquillabas y te cambiabas adentro. Y lo mismo de salida. Porque te podía agarrar cualquier culero, o peor, policías, y te chantajeaban. O les soltabas una lana o te metían a la Delegación por puñal. O se apañaban tu agenda para llamarles a tus familiares para decirles que te gusta que te hablen en femenino, manita manita, que te pintas para salir, que te gustaba mamar verga. Que estás sidoso. Antes no había homofobia. La palabra todavía ni se inventaba. Antes era crimen pasional. A menos que fueras Francis o Juan Gabriel cantando en el Blanquita, salías en espectáculos. Si no, en la nota roja. Un cuerpo de joto marica asesinado a puñaladas y por detrás, qué rico, y la conclusión era inequívoca: su amante, seguramente casado, lo asesinó por irse con otro, la muy cuzca. Porque antes los maricones éramos así, sórdidos y retorcidos como el rímel negro que se nos escurre al llorar. Así se ahorraban las investigaciones. Así se tapaba todo. Así nos mataban. Decían que nosotros mismos, por putos, nos matábamos entre nosotros, por putos y como putos: traicioneros. Era nuestro destino y su diversión en el encabezado del periódico, La Prensa o el Alarma, al día siguiente. Caso cerrado. No había más que concluir. Pero ahora que somos parte de la fauna “diversa”, protegidos y tolerados por el Gobierno como animalitos en extinción, llegamos todas las noches como pajaritos dodo, dando saltitos a lo pendejo a la calle de Cuba apenas entregan los cilindreros su maquinita y se van a dormir. Para El Vaquero, con camisa a cuadros, botas de piel de serpiente, y bigote, bigotazo de hombre chulo; para el Marra, una camisetita de colores, muchos, peinados estrafalarios y lentes oscuros como para la playa o la portada de la revista Eres en los 80´s. Plan retro o electroperra. O mejor, más rifado, de chacal, de metrochacal, enseñando los bracitos fornidos, la ceja depilada y los rayitos. La playerita blanca de tirantes y los pantalones a media nalga. Ahí nos tienen, todos los fines de semana y los días de quincena, peor. Nada más nos falta salir con el vestido de novia, pero es que qué le vamos hacer, se nos va la reversa, nos da pa tras: queremos fiesta. Porque ya no es el ligadero de antaño. Ahora todos vienen en plan cuates. O quieren novio de manita sudada, de ir al cine y eso. Aquí es para bailar o que te agarre el nuevo mataputos. Porque si quieres coger es más fácil por el manhunt o por el bear.com (uta! ahora todos los gordos son osos y se cotizan como caviar: pinches princesas peluditas y sabrosas). Porque para coger, así, en vivo, nada más quedan los baños. Los Mina, por metro Hidalgo; los Sol, pasando Guerrero. ¿Y cómo se llaman los que están atrás del Teresa? Ay, el Teresa, qué tiempos, sus películas porno. Me acuerdo de una donde todos eran cavernícolas, como los picapiedra pero con la verga de 20 cm. Las viejas grite y grite yabadabadú y nosotros saltando de una butaca a la otra. Veías a alguien solito y sobres, pero luego no estaba solo sino que tenía a otro bien hincado quién sabe en qué espacio pero mamando de lo lindo. El famoso frontón art decó jamás lo vi. La única cosa artística ahí era el performance de la señora que vendía bolsas de palomitas rancias en el pasillo, contenta, como si estuviera en el cine de Disney, el que ahora es la iglesia de San Judas. Pero esos tiempos ya pasaron. Mucha de esa gente murió por infección. O los Savoy. Pero en esos lo mejor era quedarse en la taquilla, haciendo como que no te decidías a entrar, te daba pena o esa ya la viste. Y entonces te ligas en chinga al que llegaba. Y ya no pagas el boleto y mejor se van a los Mina. Porque los Mina son los Mina. Hay otros baños que quedan más cerca pero nunca me acuerdo. Y un hotel en 5 de Mayo bien bara que ni te dan llaves, así solita se abre la puerta. Y no puedes poner seguro. De ahí nunca me he enterado que al salir maten a alguien. Tampoco en la Alameda, donde nada más te paras por ahí un ratito y se te aparece otro, y otro. Bueno, la neta siempre son los de siempre: pura old school: viejitos y chichifos. Entonces, ya si estás ahí, pues lo mejor es pasarse a Balderas, a las artesanías a ligar turistas. O meterte al metro Hidalgo. Pero igual, si ligas en el metro terminas en los Mina. Todos los caminos llevan a los Mina. O los Finisterre, en la San Rafael pero ya te estás alejando. Y hay que volver. Porque hay que encontrar a la media naranja de este viernes de quincena. Porque hay que verificar que no hayan matado al artista conceptual del power point. Porque hay que preguntarle si le gustaría repetir o al menos facilitar el teléfono del dealer. Porque hay que escribir en las fotocopias de advertencia nuestros números telefónicos, nuestros correos, nuestras ganas de que nos encuentren, para lo que sea; porque antes muertos, antes abandonados, antes asesinados que aburridos.

Una entrevista

 

Comparto un fragmento de la entrevista que me hicieron Bernardo Robles, José Luis Vera, Juan Manuel Argüelles y Pedro Ovando, los conductores del programa Involuciones en Sonica TV.

La cocina sinsentido o escribir cuento fantástico

Para Arturo Vallejo

En “Del cuento breve y sus alrededores” Julio Cortázar dice que escribir un cuento se parece mucho a despiojarse, a purgarse, a exorcizarse porque muchos cuentos (sobre todo los fantásticos) son producto de las neurosis, pesadillas o alucinaciones del escritor.

En el cuento todo debe ser orgánico. Cortázar habla de la importancia de respetar el desarrollo temporal del cuento, de no meter cuñas ni catalizadores para explicar la yuxtaposición de lo fantástico con lo habitual. En pocas palabras, hay que dejar que el cuento respire solo. Si no lo hace, no sirve.

Para explicar esta ósmosis literaria, Cortázar recuerda una receta del escritor inglés Edward Lear, que traduje (con la amable ayuda de Miguel Cane) y que me hizo reír muchísimo. Se las dejo:

Empanadas Gosky

Tome un Cerdo, de tres o cuatro años de edad, y amárrelo de la pata trasera a un poste. Ponga 5 libras de pasas, 3 de azúcar, 2 puñitos de chícharos, 18 castañas asadas, una vela y seis toneles de nabos dentro de su alcance; si se los come, constantemente provéale más.
Entonces consiga algo de crema, algunas rebanadas de queso de Cheshire, cuatro pliegos de papel de 20×30 cm, y un paquete de alfileres negros. Amase todo hasta que se forme una pasta, y espárzalo en un pedazo limpio de tela café contra agua para que se seque.
Cuando la pasta esté perfectamente seca, no antes, proceda a golpear al Cerdo violentamente con el mango de una escoba grande. Si chilla, péguele de nuevo.
Revise la pasta y golpee al cerdo de forma alterna durante algunos días, y determine si al final de ese periodo el conjunto estará a punto de convertirse en Empanadas Gosky.
Si no lo hace, nunca lo hará; y en ese caso se podrá soltar al Cerdo, y todo el proceso podrá considerarse como terminado.
Cocina Sinsentido. Edward Lear
* La foto es de Jaevus.

Ser otr@

Mi primer libro.

Se siente raro decirle así porque lo comparto con otros once autores. Grandes autores, hay que decir. Autores como Fabio Morábito a quien admiro por el  lenguaje diáfano de sus cuentos y sus poemas, como Cristina Rivera Garza que me empuja a escribir notas al margen de sus libros preguntándole cosas, preguntándome otras más, como Cristina Peri Rossi que tensa el cuento de tal forma que el final siempre es efectivísimo, como Enrique Serna que domestica la voz del narrador hasta que la convierte en su serpiente encantada, como Ana Clavel, mi maestra, de la que he aprendido tanto, y gracias a la cual estoy incluida en esta antología.

Un compendio de cuentos travestidos, donde los autores jugamos a ser otr@s.

Rosario Castellanos decía que el título del primer libro es un estigma que no borra nadie. ¿Aplicará esta sentencia a mi caso? ¿Será que siempre seré otra, otro, otr@?

“Mariana viene a verme”, el cuento con el que debuto como autora publicada, me despertó una noche, me obligó a prender una vela y a escribir los primeros diálogos justo como los había escuchado durante mi sueño.

Mis cuentos, igual que mis sueños, responden a temas que me obsesionan. Detrás de las palabras de cada historia que construyo, laten pulsiones que a veces ni siquiera reconozco como mías, pero que siempre me hablan en una lengua que entiendo.

Escribo para encontrarme en mis letras, para reconocerme en ellas.

Y precisamente ahora, que siento que mis piezas internas se mueven para convertirme en otra cosa, necesito de la escritura como nunca. Precisamente ahora que no sé cómo ser la mujer que quiero ser, necesito esconderme bajo mi escritura y, eventualmente, revelarme en ella.

Espero que este primer libro sea también un primer paso para descubrir esa otredad que traigo adentro.

Recoger agua de los muros

Va un poema de Fabio Morábito, un mexicano que nació en Egipto, sueña en italiano y escribe en español. Hoy que las letras se niegan a bajar, a dejarse decir en ese idioma en el que se escriben los cuentos, me viene bien un texto así.

Puesto que escribo en una lengua
que aprendí,
tengo que despertar
cuando los otros duermen.
Escribo como quien recoge agua
de los muros,
me inspira el primer sol
de las paredes.
Despierto antes que todos,
pero en alto.
Escribo antes de que amanezca,
cuando soy casi el único despierto
y puedo equivocarme
en una lengua que aprendí.
Verso tras verso
busco la prosa de este idioma
que no es mío.
No busco su poesía,
sino bajar del piso alto
en que amanezco.
Verso tras verso busco,
mientras otros duermen,
adelantarme a la lección del día.
Oigo el rugido de la bomba
que sube el agua a los tinacos
y mientras sube el agua
y el edificio se humedece,
desconecto el otro idioma
que en el sueño
entró en mis sueños,
y mientras el agua sube,
desciendo verso a verso como quien
recoge idioma de los muros
y llego tan abajo a veces,
tan hermoso,
que puedo permitirme,
como un lujo,
algún recuerdo.

De Alguien de lava, editado por Era.

Jarcharse al inframundo

Va una entrevista que le hice a Yuri Herrera a propósito de Señales que precederán al fin del mundo, su más reciente novela publicada por la editorial española Periférica.

¿De dónde proviene la aridez en tu escritura?
Soy del valle del mezquital que es una zona semidesértica y ahí descubrí la belleza de lo árido, que no sólo está en el paisaje sino en la gente y el idioma. Encontrar la belleza en un ambiente aparentemente hostil es algo con lo que ya estaba sensibilizado.

Ya en Trabajos del reino destaca tu forma tan particular de tratar un tema mentadísimo como el narco. Ahora en Señales que precederán al fin del mundo, hablas de la migración también de una forma novedosa.
Lo que quiero hacer es encontrar nuevas palabras para esta realidad. Creo que vale la pena hablar de esto desde otras coordenadas. Por eso hay ciertas palabras que no uso, clichés, conceptos predigeridos que le hacen el trabajo al lector.

Sé que antes de escribir, haces una lista de palabras que te gustan por su sonido y evocación. Supongo que jarchar fue una de ellas.
En el contexto de la novela significa irse. Yo la tomé de poemas medievales escritos en una lengua en transición que más tarde dio vida al español, para mí los personajes están también en transición.

Entonces el lugar a donde llega Makina llamado Jarcha tiene un poder simbólico…
Claro porque ella está saliendo, es un lugar al que va a regenerarse, a crearse una nueva identidad.

Los títulos de los capítulos recuerdan a la tradición literaria prehispánica, te basaste en El descenso al Mictlán.
Sí, cuando estaba estructurando la novela quise usar este texto como base. Me serví de él para resignificar esta herencia literaria. Entre los mexicas había varios lugares a donde iban los muertos, tenían que pasar por varios inframundos donde se encontraban seres que les dificultaban o ayudaban en el camino.

¿De dónde viene el nombre Makina?
Es un nombre que yo derivé de la lengua ñañú u otomí, viene de Maki.

En la escena inicial del libro, la tierra se abre. Esto remite de inmediato a un descenso al infierno.
Así es, una de las lecturas de este pasaje es que es un viaje al inframundo. Uno de los referentes que yo tomé es la ciudad de Pachuca. Estas cosas suceden, cada tanto tiempo se hunde una casa, después de 600 años de hacer hoyos a la gente se le olvida dónde estaban.

Una de mis partes favoritas del libro es cuando un viejo dice que él nada más está de paso, aunque lleva 50 años en ese sitio.
Esto es una cosa real que escuché de un viejo, tiene que ver con la sensación de arraigo. Hay gente que se deshace de lo que tiene detrás.

¿Por qué un título tan apocalíptico?
Tiene que ver con lo que sufre el personaje, que abandona sus sabores, sus olores, su tierra, sus seres queridos; finalmente, su cuerpo. Pero también es un título que le apuesta a que el lector encuentre un significado acorde con su lectura, a que lo provoque más allá de lo que yo pueda decir aquí.

David Miklos o la escritura desbordada

Cuando terminé de leer La gente extraña de David Miklos hace ya varios años, anoté esto en su primera página: “Me he cansado de no entender”. Su forma abierta, sus interrogantes no resueltas y su tono lírico me perturbaron. Me dejaron  completamente en blanco. La acabé con algo de pena, pero sin mucha gloria.

Hace unos meses, me la volví a encontrar en el librero. La abrí y me di cuenta de que no tenía una sola anotación, ninguna hoja doblada. Como si nunca la hubiera leído. No había otra opción mas que leerla, ahora sí, leerla con todo lo que eso implicara. Esta segunda lectura fue muy diferente: me hipnotizó. Subrayé frases como “Las sales del sudor que desciende por sus mejillas pronto se sumarán a las dunas, lo mismo que su piel muerta, arena humana” y “Jeff piensa, pienso, que en algún lugar del desierto aún debe haber caballos”. Me gustaba imaginar a David Miklos encontrándose una ballena muerta en alguna playa bajacaliforniana, viendo su piel decadente y urdiendo una historia en torno a ese encuentro. Pensaba que esas páginas donde el mar tiene un papel fundamental, habían sido escritas al aire libre, detenidas por rocas o conchas para prevenir que se volaran con la brisa que mecía a las palmeras.

Estaba equivocada. Lo que me pareció más real de la novela, fue sólo una construcción literaria. Por el contrario, los episodios fantásticos están mucho más cercanos a la biografía de su autor. Esto me lo corroboró el mismo Miklos, un hombre de cuarenta años que esconde el rostro detrás de su barba desaliñada. Él nunca ha visto una ballena en descomposición, pero sí conoce de cerca el tema de los semilleros, esos hombres cuyo único rol en la vida de sus hijos ha sido el de fecundar, David es adoptado. Esto me recuerda a que durante mis pesquisas para entender cómo nace un texto, me topé con esta frase de Borges: “Puedo mentir sin que nadie se dé cuenta, y sobre todo, sin que yo mismo me dé cuenta, ya que es necesario que el escritor que escribe una fábula ‘por fantástica que sea’ crea, por el momento, en la realidad de la fábula”.

David buscó a su madre biológica cuando se enteró de que iba a ser papá, la búsqueda es un tema central tanto en su vida como en sus textos. Creo que David escribe para encontrarse, para arraigarse en sus letras, para pertenecer(se). La escritura como madera carbonizada que los simios selváticos mastican para poder digerir las plantas altamente tóxicas de las que se alimentan. Durante uno de sus colapsos nerviosos, Scott Fitzgerald se dedicó a escribir listas. Listas de jugadores de futbol, ciudades, canciones, pitchers, trajes y zapatos que tuvo; al parecer, encontrarse en el papel actuaba como un bálsamo emocional.

La escritura no le viene a David por goteo, sino que cae como una presa desbordada. Parece que cuando ya no puede ser contenida, la escritura lo rompe todo y saca a David de su cómoda rutina de escritor undercover (trabaja en el Centro de Investigación y Docencia Económicas, donde es jefe de redacción de la revista de historia internacional Istor). La primera vez que eso pasó, se encerró durante quince días a escribir. Se levantaba a las seis de la mañana y escribía sin parar hasta el mediodía. En ese estado de trance acabó La piel muerta. Pessoa escribía de pie, como si no le diera tiempo de sentarse: la creación literaria era una especie de convulsión, de ataque epiléptico, ese lapso en el que no podía hacer otra cosa más que poner versos en papel. Y por esa misma razón David Miklos me dice que puede escribir en medio del ruido ensordecedor, porque nada puede acallar el canto de sirena, el llamado lobuno de las letras.

Le pregunté que si estaba leyendo poesía cuando escribió La gente extraña. No se acuerda, pero dice que poetas como E. E. Cummings, Emily Dickinson, Robert Hass, José Carlos Becerra y Rainer María Rilke han estado presentes en lo que escribe. ¿Y cómo encuentra su tono un escritor entre el coro a veces perturbador que son los libros leídos? “Uno es parte de un flujo y reflujo”, contesta David “la mejor manera de ser escritor es aceptando eso, uno no va a inventar nada, simplemente va a crear una voz, si domesticas una voz, ya estás. Si das con eso, diste con todo”. Entonces me acuerdo de algo que me dijo Valeria Luiselli, una escritora de veintisiete años que acaba de publicar su primer libro, una colección de ensayos llamada Papeles falsos. Cuando le pedí que me platicara sobre el nacimiento de “La velocidad á velo”, me contó que mientras cruzaba la Plaza Río de Janeiro, las palabras de Julio Torri sobre el ciclismo urbano le retumbaron en la cabeza. Ellas, sumadas al siseo de la cadena de su bicicleta, le dictaron el ritmo del ensayo.

Creo que al final los textos nacen así: de los ruidos de afuera, de las voces de adentro, de esa mezcla. Una situación, como decía Cortázar, que cuando llega es tan inevitable como vomitar un conejito. Y una vez expulsado, a ese conejito le depara un destino incierto, lo único que lo salva de estrellarse contra el pavimento es que el lector lo adopte, lo subraye, doble sus páginas: lo lea. Con todo lo que eso implique.

David y Anna Miklos