«Lilith» de Anaïs Nin

 

Traduje y musicalicé un fragmento de esta nouvelle de Nin.

 

 

Aquí va el texto,  pueden leerlo mientras escuchan mi versión con música de Massive Attack:

 

Lilith

Entre cada una de estas frases había un silencio largo. Una gran simplicidad en el tono. Nos veíamos el uno al otro como si estuviéramos escuchando música, no como si estuviéramos diciendo palabras. Dentro de las cabezas de ambos, mientras permanecíamos ahí, él acostado sobre una almohada y yo sobre el pie de la cama, se estaba tocando un concierto. Dos cajas llenas de las resonancias de una orquesta. Cien instrumentos tocando al unísono. Dos largos carretes de hilos de flauta entretejiéndose entre su pasado y el mío, las cuerdas del violín constantemente temblando como resortes dentro de nuestros cuerpos, los nervios nunca quietos, los pesados latidos del tambor como el pesado latido del sexo, la vibración de la sangre, el compás del deseo que ahogaba todas las vibraciones, más fuerte que cualquier instrumento, el arpa cantando dios, dios y los ángeles, la pureza en su ceja, la claridad en sus ojos, dios, dios, dios, Isolina con cabellos caoba y los tambores latiendo deseo en los templos.

La orquesta toda en una sola voz ahora, por un instante, enamorada, enamorada del arpa cantando dios, y los violines agitando su pelo y yo pasando el arco del violín delicadamente entre mis piernas, sacando música de mi cuerpo, mi cuerpo haciendo espuma, el arpa cantando dios mientras todas las mujeres del mundo yacen bajo él en un ritual de fecundación, el tambor palpitando, palpitando sexo, y polen dentro de la caja del violín, las curvas de la caja del violín y las curvas de las nalgas de la mujer, llantos del chelo, el chelo cantando un réquiem bajo el nivel de las lágrimas, a través de caminos subterráneos con notas centelleando de izquierda a derecha, notas como escaleras al harpa cantando dios, dios, dios, dios, y el fauno con la flauta riéndose de las notas que se volvieron negras y penitentes, las notas negras ascendiendo por la ruta de polvo de las lágrimas del chelo, un temblor terrestre dividiendo la música en dos muros caídos,  los muros de nuestra fe, el chelo llorando y los violines temblando, el latido del sexo rompiéndose por la mitad y separando las notas blancas de las notas negras, y la escalera de sonidos del piano rodando hacia el infierno del silencio porque lejos, atrás y más allá de los violines viene la segunda voz de la orquesta, la voz de las entrañas de los instrumentos, bajo las notas oprimidas por dedos calientes, en oposición a estas notas viene la canción de las entrañas de los instrumentos, del polen que contienen, del viento de los dedos pasajeros, el tapiz de notas se lamenta con voces de encaje negro y dados en los cables del telégrafo.

Su tristeza encerrada dentro del chelo, nuestros sueños envueltos en polvo dentro de la caja del piano, esta caja en nuestras cabezas crujiendo con resonancias, el pasado cantando, una orquesta dividiéndose plenamente, amores perdidos, caras desapareciendo, celos retorciéndose como cáncer, comiendo la piel, la carta que nunca llegó, el beso que no se dio, el arpa cantando dios, dios, dios, el que ríe en un lado de su cara, dios era el hombre con una boca enorme que pudo haberme comido completa, cantando dentro de las cajas de nuestras cabezas.

La candidez perversa de Miller

Sexus
Henry Miller

Este libro me dejó un sabor raro en la boca. En principio, la traducción al español baturro me cansó, quedé hasta la madre de el canario, ¡La Virgen!, chocho, tía, me corrí como una ballena, mete-y-saca-una-tonelada-y-toca-el-silbato.

Pero hay algo más. Es el descaro de Miller lo que me sabe raro. Es su autocomplacencia, su megalomanía rampante, su capacidad para el soliloquio… o quizá sólo son celos.

Con Sexus corroboré lo que ya le había leído a Ana Clavel en Cuerpo Náufrago, que los hombres pueden decir las más grandes estupideces (iba a decir chorradas, ¡eso es lo que pasa después de leer 632 páginas de español castizo!) y resultar encantadores. En cambio, a las mujeres se la pongo más difícil. Tomo a Charlotte Roche y Zonas húmedas, como ejemplo. Llega un momento donde tengo que decir «¿Ya estuvo bueno de cochinadas, no? Sé buena niña y cuéntame una historia». ¿Y por qué a Miller no le pido lo mismo? Se engolosina describiendo «polvos fenomenales», chochos que sueltan sus jugos como sopa caliente, bramidos de «tías» multiorgásmicas mientras se «corren» como trenes y aún así me río, me excito y no quiero nada más.

Hay que ser un descarado para escribir una trilogía sobre la vida de uno, hay que ser un ególatra, un valemadrista, un hijo de la chingada.

Tal vez por eso el sabor agridulce. Es el reconocerme incapaz de escribir un libro así. Carisma y desfachatez en un mismo lugar. Sexus es un libro cándido. Eso: tiene una candidez perversa. Verborrea, engolosinamiento surrealista, sermoneo anglosajón desde un púlpito católico. Delicioso por momentos, nauseabundo en otros.

En mi librero tengo Plexus y Nexus. Todavía están envueltos en celofán.

De Sexus:

Cuando la gente me pregunta si tengo presente un público preciso, al sentarme a escribir, les digo que no, que no tengo presente a nadie, pero la verdad es que tengo ante mí una imagen de una gran multitud anónima, en la que quizá reconozca aquí y allá una cara amiga…

Lo mejor de escribir no es la tarea en sí de colocar palabra tras palabra, ladrillo sobre ladrillo, sino los preliminares, la labor preparatoria, que se hace en silencio, en cualquier circunstancia, en sueños igual que en vela: en resumen, el periodo de gestación.

Llegué a ese punto en que abandonas cualquier esperanza de recordar tus brillantes ideas y simplemente te entregas al lujo de escribir un libro en la cabeza. Sabes que nunca serás capaz de recuperar esas ideas, ni una sola línea de todas las oraciones tumultuosas y maravillosamente ensambladas que se te filtran por la mente como serrín derramándose por un agujero.

El sexo era un animal encerrado en el zoo al que se visitaba de vez en cuando para estudiar la evolución.

Los condenados siempre tienen una mesa en que sentarse, en la que apoyan los codos para sostener la plúmbea carga de sus sesos.

Mariana viene a verme

La revista literaria de la UAM, Casa del Tiempo, publicó este cuento mío. Denle clic para descargarlo completo.

Este relato también fue publicado en la antología Yo es otr@. Cuentos narrados desde otro sexo, compendiado por Ana Clavel y editado por Cal y Arena. Se presentó en la FIL de Guadalajara el 3 de diciembre.

La cara de Ángel

 Recuerdo la bacinica, el niño Dios, el sabor de las costras, el catecismo, el jugo de naranja tirado al escusado, la tabla del tres, el bigotito de César, la escolta, la semana inglesa, el Padre Marcelino Champagnat, la mano sudada de Hugo, el coro de los Salmos, la boca de Valentín, las colectas navideñas, la lengua de Ángel, el cuadro de honor, los dedos de Ángel, la misa marista, la eyaculación de Ángel, la finishing school en Boston, los besos en la frente de Omar, los rasguños de Ángel, la ceremonia blanca de Omar, el látex de Ángel, el misionero de Omar, el sudor de Ángel, el método Billings de Omar, el cuerpo rasurado de Ángel, el hijo muerto de Omar, las mordazas de Ángel, los regalos perlados de Omar, el pelo oscurísimo de Ángel, el omelet de claras de Omar, los besos negros de Ángel, el segundo hijo muerto de Omar, el crucifijo de Omar, las oraciones de Omar, los azotes purificadores de Omar, mi sangre en la cara de Omar, mi sangre en las sábanas de Omar, los gritos de horror de Omar, la cara de Ángel.

 

 

 

 

Crédito fotográfico: The urban snapper

Instrucciones para comer una alcachofa

Una buena alcachofa, esa que se ha cocinado al vapor durante varias horas, debe maridarse con un cuento de manufactura igualmente meticulosa. Hoy que el día está nublado, escojo «Estío» de Inés Arredondo, para nivelar temperaturas.

Tomo el primer pétalo con las dos manos y lo raspo con los dientes, quito la pulpa con cuidado, su jugo me escurre por las manos hasta los codos, tomo otro pétalo. Inés establece el ambiente: dos adolescentes y la madre de uno de ellos, el calor que crece conforme avanza la historia, los cuerpos en tensión, la ausencia del padre, una mujer desnuda que se refresca sobre el piso de cemento.

La abro con los dedos, separo sus pétalos y los arranco uno por uno. Cada vez son más finos. Hay que deslizarlos entre los incisivos muy despacio, para no romperlos. Inés pone a su protagonista a comer mangos: tres, gordos y duros. Estas tres palabras resuenan durante varias líneas. Ella muerde con furia, la pulpa resbala hacia adentro, los jugos le mojan la cara y los brazos, lo mismo pasa con el segundo y sólo cuando llega al tercero se siente satisfecha.

Llego al corazón, está franqueado por un ejército de pelitos que hay que quitar con mucha destreza para no lastimarlo. Lo dejo lampiño y siento un pellizco de placer en los costados de la mandíbula. Lo acerco a mi boca y le doy mordidas pequeñas hasta acabármelo. En mi plato sólo quedan restos. Ella está desnuda en su cama, no siente, no piensa, sólo espera. Él llega con su cuerpo joven y la abraza, las bocas se juntan. Luego, un pronunciamiento, una confesión, un amor que no osa decir su nombre (como el de Wilde, sólo que peor). Y al final: la soledad, el plato vacío.

***

Una anécdota para los que notaron que hubo una cuestión truculenta con este post: Hoy entrevisté a Cristina Rivera Garza y le dije que encontraba en uno de sus cuentos una intertextualidad con algo que dice en su libro más reciente, La Castañeda, de que la insurrección y el rompimiento con los cánones de conducta, eran motivos para diagnosticarle locura moral a una mujer. Pero cuando me dijo que «Estío» no era de ella sino de Inés Arredondo me quise aventar por la ventana, aunque no había ninguna.

Todo por leer el cuento en un archivo digital y ser una despistada sin cura.

Osos aparte, me parece interesante que cuando la protagonista de este relato de Arredondo se sale del comportamiento aceptado para una madre, su hijo dice que le entró uno más de sus «arrechuchos» (quiebres de salud). Ejemplo de que más de una escritora sabe que desdeñar la mansedumbre tan asociada al sexo femenino, genera desaprobación.