Los hombres me recomiendan libros (de otros hombres)

Ayer le pregunté a un poeta veinteañero que quiénes eran sus poetas favoritos y él mencionó, entre otros, a Baudelaire, Rimbaud, Cioran, Onetti. En su lista no había ninguna mujer. Y cuando le pregunté por las mujeres que había leído confesó que conocía a muy pocas.
Lo mismo me pasó a mí cuando empecé a escribir. Mis ídolos literarios eran todos hombres, hombres que había leído en la prepa y en la universidad a instancias de mis profesores y amigos.
Cuando les dije a mis maestros que me interesaba lo uncanny, me recomendaron a Poe, pero no a Amparo Dávila. Cuando les pedí recomendaciones a mis amantes de literatura erótica me mandaron a leer a Henry Miller, pero no a Anaïs Nin. Los que creen que Mariano Azuela escribió LA NOVELA de la Revolución, no han leído Cartucho de Nellie Campobello. Los que incluyen a Esquilo, Sófocles y Eurípides en el panteón de la literatura griega casi siempre olvidan a Safo.
Como dice Deidre Coyle en su brillante ensayo, desde niñas se nos educa para creer que las cosas que vale la pena admirar son las cosas que les gustan a los hombres. Si no estás en una posición de poder y quieres figurar en el mundo sólo hay una opción: identificar a los que ocupan el poder (los hombres) y amar su arte.
«It feels bad to read a book by a straight cis man about misogyny. It feels bad when this book contains some relatively graphic depictions of sexual assault. This is par for the course, when the course is reading books and the par is the Western canon. What feels worse is having this man’s work recommended to you, over and over, by men who have talked over you, talked down to you, coerced you into certain things, physically forced you into others, and devalued your opinion in ways too subtle to be worth explaining in an essay (as in the interviews, where the hideous men are the only characters we hear from). Either these Wallace-recommending men don’t realize that they’re the hideous men in question, or they think self-awareness is the best anyone could expect from them.» 
«Obviously work by women about sexual assault has received critical acclaim and attention (Morrison, Oates, Walker, to name a few). But men rarely recommend those books to me (excepting my dad, who gave me Morrison novels when I was a teenager), and as far as I can tell, men are far less likely to idolize those authors, aspire to their cultural status, or blatantly copy their stylistic idiosyncrasies. More mundanely, I’ve never heard a woman express shock or horror on hearing that a man has never read Beloved. It wouldn’t occur to most women to recommend books by women to men the way men recommend books by men to women.»
«It is enraging to have a straight man tell me a story about straight men telling stories to a woman about straight men acting like shitheads. I understand that this is the point of the text. I know. I understand that maybe other men wouldn’t absorb the message unless it was being told to them by another, probably smarter and better educated man. But then why do men keep recommending his work to me?». Deidre Coyle

Cuatro momentos bartlebylianos

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Noten el último anuncio, alguien todavía busca un copista…

1.

Leí a Melville en el metro de Nueva York, a bordo del tren D que va del Bronx al sur de Manhattan y luego a Brooklyn. Lo leí de pie, en vagones llenos de oficinistas como yo, la mayoría morenos, medio dormidos, bachata explotando en sus audífonos. Vi sus caras cansadas y me pregunté si igual que Bartleby trabajaban frente a una ventana sin vista o si, como Turkey, pasado el medio día se tornaban indóciles e insultaban a sus jefes, aunque muy bajito y en español.

2.
En la oficina de Fedex de la calle 125 siempre hay fila. Mientras espero mi turno veo a una mujer africana fotocopiar el acta de nacimiento de su bebé. Hazla más oscura, le pide al joven que la ayuda, quiero que se vea mejor el águila que sale sobre la bandera. Cuando al fin llego al mostrador, le explico con detalle lo que necesito a un empleado que tiene los ojos vidriosos. Él me mira dos segundos sin parpadear y saca tres formularios, lo hace tan lentamente que, aunque yo no fumé lo mismo que él, mi tiempo también se expande. ¿Algo más?, me pregunta y le pido que me enseñe el sobre más chico que tenga a la venta. Antes de ir a buscarlo me mira durante tres segundos. En el fondo de sus pupilas dilatadas puedo leer: Preferiría no hacerlo.
3.
The spirit of the Americans is averse to general ideas; and it does not seek theoretical discoveries. Neither politics nor manufactures direct them to see these occupations; and although new laws are perpetually enacted in the United States, no great writers have hitherto inquired into the principles of their legislation. The Americans have lawyers and commentators, but no jurists; and they furnish examples rather than lessons to the world.
— Alexis de Tocqueville (1805–1859), from Democracy in America.

4.
How shall a man go about refusing a man?—Best be roundabout, or plump on the mark?—I can not write the thing you want. I am in the humor to lend a hand to a friend, if I can;—but I am not in the humor to write for Holden’s Magazine. If I were to go on to give you all my reasons—you would pronounce me a bore, so I will not do that. You must be content to believe that I have reasons, or else I would not refuse so small a thing.—As for the Daguerrotype (I spell the word right from your sheet) that’s what I can not send you, because I have none. And if I had, I would not send it for such a purpose, even to you.—Pshaw! You cry—& so cry I.—“This is intensified vanity, not true modesty or anything of that sort!”—Again, I say too. But if it be so, how can I help it. The fact is, almost everybody is having his “mug” engraved nowadays; so that this test of distinction is getting to be reversed; and therefore, to see one’s “mug” in a magazine, is presumptive evidence that he’s a nobody. So being as vain a man as ever lived; & believing that my illustrious name is famous throughout the world—I respectfully decline being oblivionated by a Daguerrotype (what a devil of an unspellable word!). —from a February 12th, 1851 letter that Herman Melville wrote in response to his friend Evert Duyckinck’s request for an article for Holden’s Magazine, where Duyckinck had just taken up the editorship. Duyckinck was a friend of Melville’s and a close associate of Nathaniel Hawthorne’s literary circle.

 

*Las entradas 3 y 4 están tomadas de este dossier sobre Bartleby editado por Melville House Publishing.

Leer para abdicar

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A los libros hay que llegarles en el momento indicado. Éste, definitivamente, no fue el momento para leer la “Autobiografía sin acontecimientos” de Bernardo Soares, es decir, El libro del desasosiego de Fernando Pessoa.

Ayer, después de leer unas treinta páginas, me sentí tan cansada que regresé a la cama y desperté hasta el medio día. Su lectura me deja exhausta. Hago correr las seiscientas páginas entre mis dedos y leo los circunloquios de un hombre cuya inteligencia me conmueve.

Dejo, por mientras, en lo que regreso a este libro (¿qué pensaré cuando vuelva a abrir este libro al que claudiqué en la página 85 y que marqué con la propaganda de un local de yoga en Frederick Douglas al que nunca fui?) algunos pasajes que marqué con tinta del mismo color de sus tapas

1. Pertenezco, sin embargo, a aquel género de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no viendo sólo la multitud de la que son parte, sino también los grandes espacios que hay al lado.

La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiera pensar, se pararía.

…disfrutando los días como libros, soñándolo todo, sobre todo para transformarlo en nuestra íntima sustancia…

Considero la vida como una venta donde tengo que esperar hasta que llegue la diligencia del abismo

3. Yo de día soy nulo, y de noche soy yo.

21. Haya o no dioses, de ellos somos siervos.

33. y a duras penas nos abrigamos en la casa sin puertas de nosotros mismos; un hacerse de noche entre las cosas del día.

55. Leo como quien abdica […] deposito sobre los mosaicos de las antecámaras todos mis triunfos de tedio y sueño, y subo la escalinata con la sola nobleza de ver.

84. …sobre la forma de prosa que utilizo […] decir lo que se siente exactamente como se siente–con claridad si es claro; oscuramente, si es oscuro; confusamente, si es confuso–; comprender que la gramática es un instrumento, y no una ley.

210. Publicar–socialización de uno mismo. ¡Qué innoble necesidad!

211. El entusiasmo es una grosería.

212. Tener opiniones es estar vendido a uno mismo. No tener opiniones es existir. Tener todas las opiniones es ser poeta.

364. Yo no poseo mi cuerpo […] ¿Conoce alguien las fronteras de su alma para que pueda decir–yo soy yo?

Mi contribución a la #LibreríaInvisible de @Letras_Libres

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Soñé que despertaba en una mesa quirúrgica y que un doctor me sacaba perritos del vientre. Cuando le pregunté que qué eran, él me explicó que eran libros, los libros que traía adentro, «Todos los escritores tienen un número determinado de libros vivos, los demás nacen muertos», dijo y me entregó un perrito húmedo. No alcancé a ver al resto de la camada, no supe cuántos eran.

Desde ese día me pregunto cuántos libros me corresponden, cuántos seré capaz de escribir. Todos los que escribimos nos hemos hecho esa pregunta. Desde Italo Calvino en Si una noche de invierno un viajero hasta Stanislaw Lem en Vacío perfecto. Por eso, cuando Jonathan Minila me invitó a escribir una lista de libros imaginarios para Letras Libres, lo hice con esa pregunta en mente.

Algunos son sátiras de libros que me parecen risibles, otros son paráfrasis de libros que he leído, pero la mayoría son libros que me gustaría escribir, son un plano de mis libros nonatos. Aquí les va.

Hacer luminoso el misterio

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Últimamente he pensado mucho en las adicciones. Por eso no me resulta extraño que haya caído en mis manos Opio. Diario de una desintoxicación de Jean Cocteau. Es un libro hermoso, ilustrado (en todas las acepciones de la palabra), volátil y azul como el humo de la adormidera. Lo leí de madrugada, de golpe, como quien da una calada honda a su cigarro. Deseé ver ángeles en el elevador, escuchar a Picasso discurrir sobre el milagro de no disolverse en la tina como un terrón de azúcar, bajarme del tren que corre presuroso hacia mi muerte y suspenderme en la alfombra voladora del opio. Creo que de alguna forma lo hice, Cocteau la iba piloteando, surcamos la noche. 

Algunos de esos momentos en los que este enfant terrible desveló el mundo de los opiómanos, o en sus palabras, hizo luminoso el misterio: 

No esperéis de mí que traicione. El opio sigue siendo único, naturalmente, y su euforia superior a la de la salud. Le debo mis horas perfectas. Es lástima que en vez de perfeccionar la desintoxicación, la medicina no intente hacer inofensivo al opio.

El automóvil masajea órganos que ningún masajista puede alcanzar. Es éste el único remedio para los trastornos del gran simpático. La necesidad de opio se soporta en automóvil.

Vivir es una caída horizontal. Sin esa fijación, una vida perfecta y continuamente consciente de su velocidad, se haría intolerable. [La morfina] permite dormir al condenado a muerte.

…yo afirmo que algún día se emplearán sin peligro las sustancias que nos calman, que se evitará la costumbre, que se reirá la gente del cuco de la droga, y que el opio domesticado, mitigará la dolencia de las ciudades donde los árboles mueren de pie.

Todo cuanto se hace en la vida, incluso el amor, lo hace uno en el tren expreso que marcha hacia la muerte. Fumar opio es bajarse del tren en marcha; es ocuparse de otra cosa que no sea la vida y la muerte.

Estando muy intoxicado, ocurríame dormir largos sueños de medio segundo. Un día, yendo a ver a Picasso, en la calle de La Boétie, me pareció en el ascensor, que crecía yo juntamente con algo terrible, que sería eterno. Una voz me gritaba: “¡Mi nombre está en la placa!” Una sacudida me despertó y leí en la placa de cobre los botones del ascensor: Ascensores Heurtebise. Recuerdo que en casa de Picasso hablamos de milagros. Picasso dijo que todo era milagro y que era un milagro no deshacerse en el baño como un terrón de azúcar. Poco después, el ángel Heurtebise me obsesionó y comencé el poema. En mi siguiente visita miré la placa. Llevaba el nombre Otis-Pifre; el ascensor había cambiado de marca.

Terminé El ángel Heurtebise, poema a la vez inspirado y formal como el juego de ajedrez, la víspera de mi desintoxicación en la calle Chateaubriand. (La clínica de las Termas ha sido derruida: dieron el primer piquetazo el día de mi salida.)

Aprovechemos el insomnio para intentar lo imposible: describir la necesidad.

Todos llevamos en nosotros algo enrollado, como esas flores japonesas que se despliegan en el agua. El opio hace el papel del agua. Ninguno de nosotros lleva el mismo modelo de flor. Puede ocurrir que una persona que no fume no sepa nunca el género de flor que el opio hubiese desenrollado en ella.

Es duro sentirse reformado por el opio después de varios fracasos; es duro saber que ese tapiz volador existe y que no volará uno más en él…

El fumador forma cuerpo con los objetos que lo rodean. Su cigarrillo, un dedo, caen de su mano.

Mi sueño, en música, sería oír la música de las guitarras de Picasso.

La belleza emparejada con lo atroz: Retrato involuntario de @azahua

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Marina se enamoró de un muerto. Lo vio una sola vez, fugazmente, y ya nunca más lo pudo olvidar.

Marina, igual que la niña que narra las historias de Cartucho, de Nellie Campobello, se apropió de un muerto sin nombre. El muerto de Marina se llama Obrero en huelga, asesinado y aparece en una fotografía de Manuel Álvarez Bravo. De la mano de ese muerto hermoso, Marina comenzó a recorrer lo que ella llama “el camino de la paradoja de la belleza en relación con la violencia implícita en la muerte”. Ese andar es el germen de Retrato involuntario, el libro de ensayos en el que explora la relación de la fotografía con la violencia, y en donde finalmente devela al acto fotográfico como un memento mori.

Comparto a continuación algunos extractos:

 

“La secrecía de Toul Sleng era fundamental. De ahí nadie salía vivo, de entrada, porque el secreto de su existencia se debía mantener. El tránsito entre estos dos mundos, el público y el secreto, lo mediaba el flash de la cámara de Nhem En. Una vez que la foto era tomada, no había vuelta atrás. La luz se derramaba del instante fotográfico, capturando y ejerciendo el punto de no retorno. Una vez que ha sido expuesto el negativo a la luz, no hay regreso. La inmutabilidad de la fotografía emula la naturaleza fundamental de la violencia: una vez cometido el acto, no se puede revertir. La violencia no se des-hace: una vez que se perpetró no se puede retirar, quitar, limpiar”.

 

“Podemos comenzar por sostenerles la mirada a los muertos cuando nos observen, verlos de vuelta, ser testigos de su existencia, reconocer su desconcierto y su miedo, pronunciar sus nombres cuando estos existan. Maurice Blanchot nos dicta, “no debes ser tú quien hable; deja que el desastre hable en ti, aun si es a través de tu olvido o tu silencio”. Ser testigos de lo sucedido, entender si no el por qué, al menos el qué. Para ello es indispensable negar el impulso de cerrar los ojos ante el rostro de los muertos. Pero somos tan malos testigos, tan débiles. No queremos sentir dolor. Y como cerramos los ojos, tampoco alcanzamos a ver el atisbo de luz de aquello que pudo haber sido diferente. Sólo vemos la oscuridad de lo sucedido, de lo que quedó, los restos que permanecen tras haberlo matado todo. Como testigos, siempre llegamos tarde, después del desastre, una vez que la historia ya sucedió. Entonces lo único que nos queda es observar con aturdimiento los efectos de la violencia ajena, en cuya superficie tendremos que aprender a leer la que será siempre, potencialmente, también la nuestra”.

 

“Basta con pensar que en los albores de la fotografía prevaleció la ‘fotografía de espíritus’ para comprobar que el vínculo entre fotografía y muerte no es un concepto exclusivo de las sociedades no-occidentales. Eduardo Cadava explica que al fotografiar a alguien sabemos que la fotografía sobrevivirá a la persona, la fotografía ‘comienza, incluso durante su vida, a circular sin la persona, figurando y anticipando su muerte cada vez que se le mira’. La imagen de una persona, retratada a través de una fotografía, adquiere una vida paralela a la del retratado —tanto en la vida como después de la muerte”.

 

“La fotografía de muertos registra el proceso mismo del des-ser, del dejar de ser, el proceso de construcción de la soledad del cadáver, el testimonio de su aniquilamiento, de su abandono del mundo.

La vida de un cadáver es corta. El tiempo que pasa entre que la persona muerte y su cuerpo comienza a desintegrarse es sustancialmente breve. A las pocas horas el cadáver inicia su proceso de autodestrucción. La fotografía de difuntos registra ese breve espacio de tiempo, esa corta vida del cadáver y, sin embargo, fija y alarga el proceso para que podamos atestiguarlo una y otra vez”.

 

Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia. Marina Azahua, Tusquets, 2014. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escribir la muerte

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Estoy completamente embelesada con The Master, la novela de Colm Tóibín sobre Henry James. El final del tercer capítulo me sacó unas lágrimas. Me hizo pensar en el cuento fallido que escribí sobre la muerte de mi abuela.

Qué difícil es escribir la muerte sin endulzarla, sin ponerle adornos ridículos, sin convocar a un cuarteto de violines chillones.

Al narrar la muerte de Alice, la hermana de Henry, Tóibín da una estocada atinadísima –he nails it, dirían por estos lares- pues sin ser melodramático captura el drama de una vida que se extingue. Aquí mi traducción del pasaje:

Él había descrito la muerte en sus libros, pero no sabía nada sobre ella, sobre el día largo esperando mientras el aliento de su hermana se angostaba, luego parecía diluirse y aparecía de nuevo. Trató de imaginar qué estaba pasando con su consciencia, con su gran ingenio puntiagudo y llegó a sentir que lo único que quedaba de ella era su aliento intermitente y su pulso débil. Ya no había ni voluntad ni conocimiento, apenas el cuerpo moviéndose lentamente hacia su fin.

 

 

 

 

 

 

 

 

Adiós, Loo

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Sergio Loo murió ayer en la madrugada. Tenía mi edad. Lo entrevisté hace unos meses para mi último reportaje en Km.cero. Me pareció encantador y brillante. Le envidié lo prolífico, la prosa desenfada y cándida, los versos puntiagudos.

Su cuento, «Nos siguen matando» me gusta tanto que se lo he leído a todo el que se deja. Aquí va. Léanlo en voz alta, a Sergio le gustaría eso.

Nos siguen matando

Volvieron a pegar fotocopias en los urinarios y nosotros volvimos a rayarlas con  nuestros nombres. Impresas, recomendaciones por si ligas en el antro: usa condón siempre, presenta a tu ligue de la noche a un conocido, avisa dónde estarán. Y nosotros, es que no entendemos, de verdad que pensamos con el culo, volvemos a escribir nuestros mails y teléfonos en ellas, con nuestros nombres, con especificaciones: “te la chupo”, “la tengo grande”, “aguantador”, “para bondage y tríos”. Nos están matando. No es broma y lo peor: nos gusta caer como gorrioncitos heridos, con los pantalones ajustados y la mirada brillante, fría; los ojos, esferas de espejos de una discoteca abandonada. La semana pasada, por ejemplo, apareció en el periódico otro homicidio. Alguien ligó, dicen que aquí en el Vaquero pero otros dicen que en plena calle de Cuba, frente a la patrulla que anda rondando o el puesto de hotdogs, y fue encontrado muerto a unas cuadras, hacia Garibaldi, apuñalado. Horrible. Otros dicen que en el Marra, que la víctima fue uno de esos estudiantes de la ENAP que se creen muy alternativos porque toman curado de guayaba en La Risa, en Mesones, y luego se pasan a bailar electrocumbia al Marra o a La Purisima o a las Bellas Hartas. Que era un artista visual del power point. Que yo me acosté con él. Mentira: era escultor, rentaba un cuartito en un edificio viejo de Republica de Brasil donde apenas cabían sus esculturas, puros pitos; un horno de microondas y un colchón. Era un artista del colchón. No recuerdo cómo se llamaba pero sí que tenía muy buena mota. Buenísima. Dicen que salió en el periódico la semana pasada. Sus cinco minutos de fama. Fotos de su mejor y último performance, pese al exceso de sangre: innegable la influencia de Teresa Margules. Pero qué buena mota tenía. Hubiera andado con él por su mota y lo que sabía hacer con esa lengua. Dicen que el que se lo llevó esa noche, el asesino, es el que está allá, el que tiene una indio en la mano, el de barbita. Pero no lo creo. Cero que el de barbita es el ex de un ex de un amigo. Bueno, no un amigo sino que me acosté con él durante una temporada. Y es inofensivo y tan aburrido que lo sospechamos heterosexual. Porque nosotros no somos así. Nosotros tenemos un sexto sentido para meternos en problemas, acostarnos con el hijo del diputado más homofóbico y matón, o de perdida ligarnos al cieguito del metro. También creo que están confundiendo a la víctima, que no es el artista de la lengua y el power point, sino otro, cualquiera, como el del mes pasado. Que a ese lo sacaron del Oasis, botas vaqueras verde pistache, pantalones de mezclilla azul deslavado, ajustadísimo para que se le vea el paquete, y camisa a cuadros: vaquerito. El sombrero lo perdió bailando con un travesti alto y fuerte como su propio rencor. Pero a ese ya lo olvidaron, es chisme viejo. O no. O hace falta que maten a tres seguidos para que peguen de nuevo las fotocopias sobre cómo cuidarnos que nadie lee. Porque, nos recuerdan: el VIH asecha, porque la discriminación asecha, porque hay asesinos que vienen aquí, a República de Cuba, por nosotros, venaditos pendejos que nos vamos con cualquiera. Y qué le vamos a hacer. Nos hablan bonito al oído o nos agarran por abajo, dos sonrisas chuecas, una cerveza, indio o laguer, y luego nos cortan el cuello. El mataputos era cliente del 33 y del Oasis, y ni quién se diera cuenta. Y nosotros, sólo pensamos en bailar sobre la barra, en encuerarnos en la barra y ganar una cubeta de chelas, cortesía del barman; en ligarnos al barman nalgoncito. En sacarnos una foto con el barman nalgoncito y postearla en el face. Pero antes no era así. Antes, dicen los clientes más viejos del Vaquero, los que son parte ya del inmobiliario, así de derruidos, que no, no era así. Antes no existía el crimen por homofobia. Ni los bares estaban así de expuestos. El Butter, por ejemplo, el que está sobre Lázaro Cárdenas y Salto del Agua, estaba todo pintado de gris y sólo había una mariposa de madera en el timbre. Tocabas el timbre y te dejaban pasar. No a cualquiera. Checaban antes si sí eras de ambiente. Se decía ambiente y no gay. Lo revisaban en la mirada, se te hacen los ojos profundos y dulces, como entre animal herido y Elizabeth Taylor. Y eso rapidito, no había gente en la calle pavoneándose, diciéndose manita esto y manito lo otro. Entrabas rapidito para que nadie te viera. Te maquillabas y te cambiabas adentro. Y lo mismo de salida. Porque te podía agarrar cualquier culero, o peor, policías, y te chantajeaban. O les soltabas una lana o te metían a la Delegación por puñal. O se apañaban tu agenda para llamarles a tus familiares para decirles que te gusta que te hablen en femenino, manita manita, que te pintas para salir, que te gustaba mamar verga. Que estás sidoso. Antes no había homofobia. La palabra todavía ni se inventaba. Antes era crimen pasional. A menos que fueras Francis o Juan Gabriel cantando en el Blanquita, salías en espectáculos. Si no, en la nota roja. Un cuerpo de joto marica asesinado a puñaladas y por detrás, qué rico, y la conclusión era inequívoca: su amante, seguramente casado, lo asesinó por irse con otro, la muy cuzca. Porque antes los maricones éramos así, sórdidos y retorcidos como el rímel negro que se nos escurre al llorar. Así se ahorraban las investigaciones. Así se tapaba todo. Así nos mataban. Decían que nosotros mismos, por putos, nos matábamos entre nosotros, por putos y como putos: traicioneros. Era nuestro destino y su diversión en el encabezado del periódico, La Prensa o el Alarma, al día siguiente. Caso cerrado. No había más que concluir. Pero ahora que somos parte de la fauna “diversa”, protegidos y tolerados por el Gobierno como animalitos en extinción, llegamos todas las noches como pajaritos dodo, dando saltitos a lo pendejo a la calle de Cuba apenas entregan los cilindreros su maquinita y se van a dormir. Para El Vaquero, con camisa a cuadros, botas de piel de serpiente, y bigote, bigotazo de hombre chulo; para el Marra, una camisetita de colores, muchos, peinados estrafalarios y lentes oscuros como para la playa o la portada de la revista Eres en los 80´s. Plan retro o electroperra. O mejor, más rifado, de chacal, de metrochacal, enseñando los bracitos fornidos, la ceja depilada y los rayitos. La playerita blanca de tirantes y los pantalones a media nalga. Ahí nos tienen, todos los fines de semana y los días de quincena, peor. Nada más nos falta salir con el vestido de novia, pero es que qué le vamos hacer, se nos va la reversa, nos da pa tras: queremos fiesta. Porque ya no es el ligadero de antaño. Ahora todos vienen en plan cuates. O quieren novio de manita sudada, de ir al cine y eso. Aquí es para bailar o que te agarre el nuevo mataputos. Porque si quieres coger es más fácil por el manhunt o por el bear.com (uta! ahora todos los gordos son osos y se cotizan como caviar: pinches princesas peluditas y sabrosas). Porque para coger, así, en vivo, nada más quedan los baños. Los Mina, por metro Hidalgo; los Sol, pasando Guerrero. ¿Y cómo se llaman los que están atrás del Teresa? Ay, el Teresa, qué tiempos, sus películas porno. Me acuerdo de una donde todos eran cavernícolas, como los picapiedra pero con la verga de 20 cm. Las viejas grite y grite yabadabadú y nosotros saltando de una butaca a la otra. Veías a alguien solito y sobres, pero luego no estaba solo sino que tenía a otro bien hincado quién sabe en qué espacio pero mamando de lo lindo. El famoso frontón art decó jamás lo vi. La única cosa artística ahí era el performance de la señora que vendía bolsas de palomitas rancias en el pasillo, contenta, como si estuviera en el cine de Disney, el que ahora es la iglesia de San Judas. Pero esos tiempos ya pasaron. Mucha de esa gente murió por infección. O los Savoy. Pero en esos lo mejor era quedarse en la taquilla, haciendo como que no te decidías a entrar, te daba pena o esa ya la viste. Y entonces te ligas en chinga al que llegaba. Y ya no pagas el boleto y mejor se van a los Mina. Porque los Mina son los Mina. Hay otros baños que quedan más cerca pero nunca me acuerdo. Y un hotel en 5 de Mayo bien bara que ni te dan llaves, así solita se abre la puerta. Y no puedes poner seguro. De ahí nunca me he enterado que al salir maten a alguien. Tampoco en la Alameda, donde nada más te paras por ahí un ratito y se te aparece otro, y otro. Bueno, la neta siempre son los de siempre: pura old school: viejitos y chichifos. Entonces, ya si estás ahí, pues lo mejor es pasarse a Balderas, a las artesanías a ligar turistas. O meterte al metro Hidalgo. Pero igual, si ligas en el metro terminas en los Mina. Todos los caminos llevan a los Mina. O los Finisterre, en la San Rafael pero ya te estás alejando. Y hay que volver. Porque hay que encontrar a la media naranja de este viernes de quincena. Porque hay que verificar que no hayan matado al artista conceptual del power point. Porque hay que preguntarle si le gustaría repetir o al menos facilitar el teléfono del dealer. Porque hay que escribir en las fotocopias de advertencia nuestros números telefónicos, nuestros correos, nuestras ganas de que nos encuentren, para lo que sea; porque antes muertos, antes abandonados, antes asesinados que aburridos.

Hacer un martes (extracto de un texto de Bruno Schulz)

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Lo que sigue es una traducción que hice de un fragmento de «Maniquíes para sastres» (Tailors’ Dummies), un cuento de La calle de los cocodrilos (Street of Crocodiles) de Bruno Schulz:

Nos reunimos de nuevo en torno a la mesa, los ayudantes de la tienda se frotaron las manos, rojas por el frío, y la prosa de sus conversaciones de pronto reveló un día crecido, un martes gris y vacío, un día sin tradición y sin cara. Pero fue hasta que un plato apareció en la mesa conteniendo dos peces grandes en gelatina acomodados lado a lado, cabeza con cola, como un signo del zodiaco, que reconocimos en ellos el escudo de armas de ese día, el emblema calendárico del martes sin nombre: lo compartimos rápidamente entre nosotros, agradecidos de que el día al final adquiriera una identidad.

Los ayudantes de la tienda comieron con unción, con la seriedad de una fiesta calendarizada. El olor de la pimienta llenó el cuarto. Y cuando ellos usaron pedazos de pan para limpiar los restos de gelatina de sus platos, reflexionando en silencio sobre la insignia de los siguientes días de la semana, y nada quedaba en el plato de servicio excepto las cabezas de los pescados con sus ojos hervidos, todos sentimos que gracias a un esfuerzo comunal habíamos conquistado el día y que lo que quedaba de él ya no importaba.

Abrir el cierre (un cuento de Etgar Keret)

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Transcribí mi cuento favorito de De repente un toquido en la puerta, el libro más reciente de Etgar Keret publicado en Sexto Piso.

También pueden escuchar la versión en inglés leída por la artista multidisciplinaria Miranda July aquí.

 

Abrir el cierre

 

Todo empezó con un beso. Casi siempre empieza con un beso. Ela y Tsiky estaban acostados en la cama desnudos, unidos solamente por la lengua, cuando ella notó el piquete.

—¿Te lastimé? —preguntó Tsiki, y al decirle ella que no con la cabeza, se apresuró a añadir—: Pues te está saliendo sangre.

Y la verdad es que sangraba. Por la boca.

—Lo siento —dijo Tsiki y, levantándose de la cama, se puso a caminar de aquí para allá por la cocina, muy intranquilo.

Después sacó del congelador una bandeja de hielos y la golpeó contra la barra de la cocina con mucha fuerza.

—Toma —le dijo a Ela, acercándole unos hielos con mano temblorosa—, póntelos contra el labio. Vamos, tómalos, te detendrán la hemorragia.

Tsiki siempre era muy bueno en eso. En el ejército era paramédico y además tenía diploma de guía.

—Perdón —prosiguió un poco pálido—, te he debido de morder, ya sabes, por la pasión del momento.

—No asa nada —le sonrió ella con el cubito de hielo pegado al labio inferior—, no e ecupes —aunque, naturalmente, mentía al decirlo.

Porque sí era para “ecuparse”, y mucho, ya que no todos los días la persona con la que vives te hace sangrar y encima te miente diciéndote que te ha mordido cuando tú has notado bien claro un piquete.

Después de aquellos estuvieron varios días sin besarse, a causa de la herida. Los labios son una zona muy delicada. Y a la semana, cuando ya podían, lo hacían con mucho cuidado. Pero ella notaba que él le ocultaba algo. Y la verdad es que una noche, aprovechando que se había quedado dormido con la boca abierta, metió en ella un dedo con mucho cuidado hasta debajo de la lengua y encontró lo que era. Era un cierre. Un cierrecito. Y al abrir Ela el cierre, su querido Tsiki se abrió como una ostra y dentro estaba Jurgen. Al contrario que Tsiki, Jurgen tenía una barbita de chivo, unas patillas muy cuidadas y no estaba circuncidado. Ela lo miró allí dormido, dobló muy tranquila la envoltura de Tsiki y la escondió en el armario de la cocina, detrás del bote de la basura, donde guardaban las bolsas de basura.

 

La vida con Jurgen no resultaba fácil. En cuando al sexo, era fabuloso, pero bebía muchísimo, y cuando estaba tomado era de lo más ruidoso y hacía muchas tonterías. Además, le encantaba hacerla sentir culpable de que él se hubiera marchado de Europa por ella y ahora tuviera que vivir ahí. Y siempre que en Israel pasaba algo malo, ya fuera en la vida real o en la televisión, él le decía:

—Mira qué país tienes —y se lo decía en su pésimo hebreo aunque sabiéndole dar a la palabra “tienes” un tono acusador.

A los padres de Ela nos les gustaba Jurgen. La madre, que había sentido gran aprecio por Tsiki, lo llamaba “el gentil” y el padre siempre le preguntaba por el trabajo y tenía que oírse la misma respuesta burlona de Jurgen:

—Señor Shviro, el trabajo es como el bigote, hace tiempo que ya pasó de moda.

Aunque a nadie, nunca, le hacía gracia esa respuesta. Y muchísimo menos al padre de Ela, que todavía usaba bigote.

Al final Jurgen se fue. Volvió a Düsseldorf para componer música y vivir del seguro del desempleo, porque decía que en Israel nunca llegaría a tener éxito como cantante por culpa del acento que lo delataba. Que a los israelíes, con sus prejuicios, no les gustaban los alemanes. Ela no dijo nada porque le pareció que tampoco en Alemania llegaría muy lejos con esa música tan rara y esas letras tan cursis. Si hasta le había escrito una canción a ella que había titulado “Diosa” y toda la canción trataba de cómo tenían sexo en el malecón y de cómo ella se venía como “una ola estrellándose contra la roca”, literalmente.

Seis meses después de que Jurgen se marchara, Ela estaba buscando una bolsa de basura y se encontró con la envoltura de Tsiki. Quizá había sido un error abrirle el cierre, pensó. Puede. En esos casos es difícil saberlo con certeza. Por la noche, lavándose los dientes, volvió a acordarse de aquel beso y del dolor del piquete. Se enjuagó la boca con mucho agua y se miró en el espejo. Le había quedado una cicatriz y, examinándola ahora de cerca, se dio cuenta de que también ella tenía un cierrecito debajo de la lengua. Ela lo tocó con vacilación e intentó imaginar cómo sería por dentro. Sentía una gran esperanza a la vez que bastante miedo, sobre todo de llegar a tener las manos llenas de pecas y seca la piel de la cara. Puede que hasta tuviera un tatuaje, pensó. En forma de rosa. Siempre se había querido hacer uno pero le había faltado valor. Pensaba que le dolería mucho.